Insensatos quienes lamentan la decadencia de la crítica, porque su hora sonó hace ya mucho tiempo, dice Walter Benjamin en una suerte de discurso necrológico. Y si quisiéramos seguir rastreando certificados de defunción de nuestra actividad podríamos encontrar algunos más que notables, y hasta incluso divertidos. Parecería ser que en muchos casos el solo planteo de esta desaparición merece ser disfrutada como si se tratase de una crónica de una muerte anunciada y anhelada. Y aclaremos que esto no ocurre exclusivamente en nuestro país, sino que a lo largo y a lo ancho del mundo intelectuales o artistas anuncian, sin pena, algo que al menos nos debiera dar tristeza. Pero indudablemente los que la ejercemos a diario debemos haber equivocado el camino en algún determinado momento para devenir en seres siempre sospechados en cuanto a nuestras intenciones y objetivos. Sucede que en vez de ser compañeros de ruta, nos convertimos en jueces del arte, olvidando que es mucho más entretenido el lugar de cómplices y testigos.
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¿En qué consiste entonces, según nuestra perspectiva, la mirada del crítico?
Aquí deberíamos establecer una primera diferenciación. Cuando hablamos de la mirada del crítico no estamos hablando de la mirada crítica. Estos son dos elementos totalmente distintos que jamás deberían haber sido confundidos.
Cómo se produce esa confusión es algo lo suficientemente complejo como para que pueda ser explicado en estas páginas; pero sí merece, al menos, algún tipo de alusión. Con la aparición de la llamada “sociedad de la información” y con “la división del trabajo” el crítico se autoerige en una suerte de animal muy extraño: el espectador profesional. Y los mismos críticos no hemos sabido establecer la diferencia. El espectador profesional sería aquel tipo de persona que simplemente porque va asiduamente al teatro deviene luego en crítico, pero para que esta operación se complete el crítico debió convertirse en juez del gusto haciendo que su gusto se convierta en norma, o que la norma le dicte el gusto. Así hoy, por ejemplo, no diferenciamos periodismo de espectáculos de crítica artística. Hoy, cualquier persona que disponga de una cámara, un micrófono o una página en blanco en algún medio puede erigirse en crítico, porque al fin y al cabo, lo único que se le pide es que diga si le gustó o no le gustó. Es decir, que realice un juicio. Pero el problema es que si el gusto es propio del espectador, el convertir el gusto en canon es la posibilidad que tiene el profesional, el espectador profesional. Esto afortunadamente no ha ocurrido tan fuertemente en algunas artes tales como la literatura y las artes visuales. Pero aquellas que también forman parte del “show”, como el teatro, el cine y la música, padecen estos problemas. Es fácil decir que la actuación de Norma Aleandro fue profunda. Cualquier persona que se haya sentido emocionada puede realizar ese juicio. Alcanza simplemente con ser una persona sensible.
El problema de la crítica no tiene que ver con si la actuación es profunda o la puesta en escena “acertada” (¿qué es lo acertado en el arte?). El problema aquí tampoco es tener el conocimiento adecuado como para analizar si tal propuesta actoral es coherente con relación al texto, a cómo dialoga con los otros signos que integran el espectáculo, a cómo se inserta en la historia de la actuación de una determinada cultura, entre muchos otros elementos. Porque para eso se estudia un poco y listo. El problema fundamental es pensar el problema del significado y no caer en la actitud académica tecnócrata y estructuralista. Adjetivar una actuación es lo que puede hacer muy fácilmente el espectador y cuando nos enteramos de esa opinión es porque esta persona se convirtió en un espectador profesional. Pero la pregunta aquí es ¿qué diferencia hay entre este sujeto y aquel adolescente al que le ponen una cámara enfrente al salir de alguna película taquillera producida por un canal de televisión? Ninguna. Ambas opiniones gozan de la fuerte arbitrariedad del gusto. Que me guste la actuación de un actor determinado en una obra tiene tanto valor de verdad como decir que no me gusta la lechuga. Es verdad. No me gusta la lechuga. ¿Pero qué hace que sea importante que se diga públicamente que a mí no me gusta la lechuga? ¿Aporta esto algún dato sobre sus valores alimenticios? Se vuelve únicamente importante que a mí no me guste la lechuga si primero yo me convertí en figura pública, en crítico estrella.
Volvamos ahora a nuestra diferenciación inicial: la mirada del crítico versus la mirada crítica.
La primera tiene que ver con lo que acabamos de describir, solo que en vez de verduras hablamos de arte. Esto es muy fácilmente rastreable en la televisión y en la radio. En la gráfica es más sutil. Y puede ser más sutil porque en los diarios y en las revistas de distribución masiva lo que importa es el medio más allá de lo que aporte el periodista en cuestión. Por eso al diario no le importa lo que dice el crítico, lo único que le importa es la calificación que algunas veces puede suceder que ni siquiera las haga el propio crítico. La calificación en el mundo del espectáculo es el equivalente al titular y la bajada en la sección de política: no importa el análisis lo que importa es el consumo veloz de la noticia sabiendo únicamente el título de la misma, puesto que al fin y al cabo para qué invertir tres minutos leyendo lo que el título resume en apenas un instante. El tema es que en el cuerpo de la nota está, dependiendo del crítico en cuestión, la justificación más o menos elaborada de ese signo aberrante que luego será utilizado en la publicidad: “Clarín dijo: excelente”. Todos los directivos de medios incluimos en algún lugar una frase que legalmente nos protege: “las opiniones aquí publicadas no necesariamente reflejan la opinión del medio” o “el medio no se hace responsable por las opiniones aquí publicadas”. Pero que yo me haya enterado, hasta hoy ningún diario inició un juicio a una distribuidora de cine o productora de teatro comercial por convertir en opinión suya la arbitraria opinión de su crítico.
La segunda, la mirada crítica, tiene un valor bien diferente a la primera. La mirada crítica consiste en un trabajo que pese a estar asentado en algún tipo de juicio tiene en cuenta otros valores, otros elementos. Recurramos nuevamente al juego con lo culinario para explicarnos, puesto que ya que comer comemos todos, se vuelve más fácilmente comprensible, a tal punto que hasta el propio Nietzsche lo utilizó para explicar el olvido en relación con la memoria estableciendo una analogía con los órganos digestivos. A la mirada crítica no le importa mi opinión con relación a la lechuga o a la hamburguesa. A la mirada crítica le interesa que se analicen los componentes de la hamburguesa y que se llegue a elaborar algún tipo de conocimiento mayor sobre el alimento en cuestión y la salud del ser humano teniendo en cuenta infinidad de variables: hamburguesa casera o hamburguesa en algún “fast-food”, la ingesta de hamburguesa en uno u otro local analizando puntualmente la calidad de todos y cada uno de sus ingredientes, llegando a establecer, incluso, parámetros genéricos relacionados con hasta cuántas no afectan la salud y cuantas sí en función de los otros alimentos que se ingieran, sin olvidar, por supuesto, qué tipo de actividades físicas realizo para analizar la quema de grasas y elementos calóricos. Esto significa que la mirada crítica es bastante más afín a la del nutricionista en un medio. Habrá alimentos que considere buenos y malos, parámetro que estará relacionado con su propio paradigma de salud que a su vez no es propio sino cultural (la vida del ser humano debe ser de determinada cantidad de años y para ello es necesario que hagamos tal cosa. Un hedonista seguramente tendrá otros parámetros y ello lo llevará a plantear una relación con la comida diferente), y a partir de allí ese profesional podrá establecer un criterio general segmentando las poblaciones de riesgo y las otras. En fin, un nutricionista hablará en función de variables que van desde los valores ideológicos –tendrá una mirada crítica hacia McDonalds en función de su ideología “anti-imperialista”- hasta cuestiones de tipo científicas. La mirada crítica será algo bastante afín a esto.
Si bien esto parecería aplicarse exclusivamente a un medio masivo, y por lo tanto comercial, no es así. Los medios independientes también están sujetos a determinadas restricciones y pautas de acción que orientan, recortan y digitan su ciscurso. Tal vez esos “controles” sean menores pero no lo están. Tomo como ejemplo un medio que conozco puesto no tan solo publico en él sino que además lo dirijo junto a Ana Durán: Funámbulos. Cultura desde el teatro. A Funámbulos no le gusta el teatro denominado comercial. Algunos de sus integrantes lo disfrutamos privadamente pero luego no hablamos de ellos porque o no nos interesan o no sabemos cómo hacerlo. Funámbulos no come aquello que no le gusta. Y aquello que sí consume y que le produce discurso es lo que, en función de sus criterios, le permite determinar y corroborar qué es arte y qué no, qué es arte interesante y qué no lo es. Pero esta consideración poco tiene que ver con el arte. Es más bien un lugar estratégico desde el que se emite el juicio crítico. El crítico habitualmente establece una lucha política a tres niveles: la política en general, la política del medio en el que trabaja, y la política en el arte al que se refiere. Ignorar una sola de las tres esferas puede hacer que el discurso crítico no tan solo pierda la parte fundamental de su sentido sino más bien volverlo cómplice de un “estado de la situación”. Esto por supuesto obedece a valores subjetivos que mucho tienen de ideológico. Por eso en la elección de la obra y los temas está el juicio supremo. Pero sabiendo de lo inevitable de tal acción, una vez elegido el espectáculo, intentamos sumar voces que permitan establecer una mirada crítica que a su vez merece y debe ser criticada por los lectores. Funámbulos no es ingenuo en tanto medio ni está al margen de los determinismos epocales y hasta económicos. Funámbulos con sus elecciones número a número hace crítica, esa crítica del gusto. Entonces la pregunta está en para qué, después de elegir, seguir haciendo crítica del gusto si es más interesante una mirada crítica: someter al texto y espectáculo elegido a la mirada de diferentes profesionales que puedan enseñarnos cómo leen ellos en tanto hombres de la cultura: para qué le sirvió la obra y para qué no. Sociólogos, psicoanalistas, historiadores, filósofos, críticos de arte, escritores y artistas miran el fenómeno teatral desde sus propias disciplinas y dialogan entre sí sin dialogar.
La mirada crítica es un tipo de discurso que tiene como objetivo supremo evidenciar el lugar desde el que se habla. La mirada crítica no se apoya en una necia objetividad (fruto de una puja de poder social consistente en la conversión de mi gusto en canon) sino que por el contrario al aceptar, tal vez con dolor, que la subjetividad está allí, en ese aceptar produce un acto de liberación: como no puedo más que hablar desde mi subjetividad elaboro un discurso que pueda encontrarse con otra subjetividad. No se intenta convencer a nadie de que mi gusto es el acertado, se intenta únicamente partir del gusto subjetivo para encontrar algún tipo de utilidad colectiva.
Tal como se la entiende vulgarmente la tarea del crítico parecería ser la de un vendedor de fantasías. El crítico vende momentos de ocio y distracción. El crítico vende risas y hasta lágrimas emocionadas. Esa es la mercancía con la que comercia la mirada del crítico. La mirada crítica en cambio intenta encontrar las explicaciones, o al menos llegar a la formulación de la pregunta, acerca de por qué ese discurso produce emoción, o produce risa. Qué función social puede estar produciendo ese momento de risa en ese tiempo y en esa sociedad en la que la risa es producida. Cómo se relaciona ese discurso que produce risa a discursos políticos, religiosos, artísticos o de otro tipo. No importa la risa puesto que soy yo el que me río. Lo único que importa es tratar de entender los mecanismos a través de los cuales me río. La mirada crítica suele ser poco complaciente con el artista, con el espectador y con el propio crítico, porque de lo que se trata es de evidenciar los mecanismos que producen actos. De lo que se trata es de entender, por ejemplo, por qué determinado espectáculo que parecería ser profundamente político en realidad es profundamente conservador del status quo según la perspectiva elegida, sabiendo que desde otro lugar la respuesta podría ser, inclusive, la exactamente opuesta. Y ni una ni otra tendría más valor de verdad, puesto que en realidad ninguna de las dos lo tiene, y si lo tiene es en función de la relatividad de esa subjetividad hablante.
El crítico puede ser un espectador profesional o puede usar los beneficios de serlo para hablar desde sus propias verdades. El crítico a través de la mirada crítica se autoerige no en juez sino en conejillo de indias. El crítico es sujeto y objeto de su propio discurso. El crítico no habla de arte. Habla de sí. El crítico no es diferente del artista que usa el arte para expresarse. El crítico usa la crítica para expresarse con todo lo que ello significa. Pero aclaremos algo: aquí no se trata de ningún tipo de solipsismo, más bien la actitud es exactamente la contraria. El crítico que emite mirada crítica y se ubica a sí mismo en el centro de su discurso lo que hace, parafraseando un poco a Adorno, es deconstruirse a sí mismo al entenderse como “lugarteniente del sujeto social”. El crítico se mira a sí mismo en tanto sujeto social, de un modo bastante similar al que realizan algunos artistas.
La única diferencia que hay entre uno y otro, entre artista y crítico, es que cada uno elige un género discursivo diferente para “ser en el lenguaje”. Y aquí es necesario aclarar que no importa que el artista hable primero y el crítico lo haga después. Porque la mirada crítica no habla necesariamente de lo que habló el artista. El crítico y el artista no están solos en un supuesto desierto del lenguaje. Ambos hablan dentro de la enciclopedia y por ello entre el arte y la crítica no debiera haber origen sino tan solo, y apenas, continuidad.
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Sería legítimo, antes de abordar la lectura de este libro, preguntarnos acerca del por qué hacerlo. Una pregunta similar me hice yo antes de escribirlo. Y la respuesta fue más que obvia: por lo antes reseñado se puede entender que la crítica está en crisis. Y cuando algo se encuentra en ese estado lo mejor es, creo, pensar en el objeto y en las circunstancias que lo rodean y constituyen. Si la crítica, en tanto institución, tuviese una jerarquía importante dentro de la esfera social, lo mejor tal vez sería convocar a los “estados generales de la crítica” y llamar al espectro derridiano para que problematice nuestras cuestiones con inteligencia. Pero como nada de eso podrá hacerse y solo Sarmiento se atrevió a convocar fantasmas para entender algo de su presente, nosotros deberemos contentarnos con repasar y revisitar autores que han tematizado sobre la “crítica” sin pretender por ello cerrar la cuestión. Precisamente si hay algo que no ha sido ni teorizado ni pensado seriamente en la Argentina (y en gran parte del mundo) es la situación de la crítica en el período actual. Y nos cuesta, por eso mismo, enfrentarnos a la aterradora pregunta acerca de si es posible la existencia, hoy, de algún tipo de crítica. Y es aterradora en tanto la respuesta se acerca demasiado a una negativa.
¿Pero por qué un crítico sostendría que la crítica hoy no es posible? Tal vez habría que cerrar un poco más la cuestión, al menos por ahora, y circunscribir la crítica a determinadas artes, o más específicamente a una de ellas: la teatral.
Volvamos. ¿Es posible producir crítica teatral en la Argentina? Responder afirmativamente en gran medida sería ir en contra de la realidad misma, lo cual como acto intelectual no tendría objeción posible. Pero dejemos esa afirmación para el desarrollo del presente libro y en esta breve introducción inclinémonos por la otra posible respuesta: no, no es posible. ¿Por qué? Una respuesta a priori nos podría llevar a sostener que el teatro aún no alcanza (?) a asumirse dentro de la industria y que la crítica se desarrolla en el seno mismo de una industria: la mediática. ¿Es casual que el diario más sonoro de la argentina prácticamente no dedique espacio a la crítica teatral? ¿Es por pura inoperancia del director de turno del suplemento de Espectáculos? ¿Es por falta de especialistas en la materia? Ese diario, Clarín, sigue creyendo en la crítica como género dentro del periodismo. Realiza en sus páginas críticas televisivas, musicales y por supuesto cinematográficas. El que no realice prácticamente críticas teatrales obedece, creo, a factores más industriales que a otro motivo. Los medios masivos de comunicación forman parte de una de las industrias más pujantes de la actualidad: la industria de la información, y dentro de esa industria asoman otras que han afectado al periodismo de manera notable: la del ocio y el entretenimiento. Y el teatro parecería no formar parte de ninguna de ellas. No es información, por supuesto. No es noticia salvo que alguna figura mediática (de la tele) estrene, renuncie, se caiga o enferme. Pero tampoco sería ni ocio ni entretenimiento. El teatro es aburrido. El teatro es elitista. Y pocas industrias, o ninguna, pueden sobrevivir en la elite: necesitan de la masividad (lograda o posible). Y en este sentido la relación que establecen los grandes medios masivos con el teatro es más que lógica y transparente. En el único espacio posible donde podría aparecer es en el de Espectáculo. Y es muy poco espectacular el teatro. El teatro, en la mayoría de sus producciones, forma parte del arte. Y el arte no entretiene. El arte hace muchas cosas pero tal vez no ya (?) entretener. A Brecht le dolería mucho esta afirmación, porque él además de un teatro comprometido que pudiera cambiar al mundo quería que fuera entretenido. Pero esto no necesariamente se logra, aunque para afirmar esto tengamos que reducir el concepto de entretenimiento acercándolo a lo televisivo, que es lo que impera. Por ello, cuando algo de lo teatral se “cuela” entre las páginas de un diario masivo lo hace precisamente, como dijimos antes, por carriles paralelos. Porque uno de sus protagonistas proviene de la tele o el cine, o porque hubo algún escándalo, o porque está teñido de una frivolidad que “garantiza” el entretenimiento. El teatro “entretenido” que se hace hoy en la Argentina se parecería bastante más al “plato frío” de una cena posterior. Y cualquier cocinero lo sabe: ningún plato frío debe ser lo suficientemente pesado como para apagar el apetito del comensal que espera el plato fuerte.
Entonces por el lado del ocio y del entretenimiento no tiene cabida. ¿Qué pasa con la información? ¿Puede ser noticia el teatro? Tampoco. En principio la noticia ha devenido en show y ese termina siendo el criterio general de la construcción de la noticia. Por lo tanto habría que buscar qué de show hay en el teatro. Y lo que de show hay nos remite al ocio y al entretenimiento… Por lo tanto para qué seguir buscándole la vuelta: démosle dos columnas semanales al teatro, y pongamos el foco en la telenovela de turno.
Por supuesto que esta es la regla, y como tal debe tener una excepción. Y la tiene. La Nación dedica mucho más espacio a la crítica teatral que cualquier otro medio del país. Cubre prácticamente toda la esfera del teatro. Tanto la comercial, como la oficial y la independiente. Tiene diversos especialistas: críticos que saben de nuevas tendencias, críticos que saben de comedia musical, críticos que saben de teatro de texto y de clásicos. Pero allí la cuestión es otra. La Nación es un diario que se piensa a sí mismo desde un lugar de “elite”, que se autoconsidera culto y que posee un lector similar a él.
Creemos y soñamos: el teatro debiera ser noticia. Por su entretenimiento, por su compromiso, por sus valores artísticos, por su gente. Pero no lo es. Y es lógico que no lo sea.
Es por todo ello que podemos sostener que no hay lugar para la crítica teatral. Por todo ello y por mucho más que iremos analizando a lo largo de este breve libro que no pretende ser más que una introducción a un tipo de discurso tan devaluado como el peso, tan falsamente devaluado como el peso. Aclaremos algo: no se trata aquí de que en el pasado hayamos tenido una crítica “mejor” ni de que la actual esté en decadencia. En todo caso, cada una, se enfrentó con mundos diametralmente diferentes. Tal vez, algún día, alguien se de cuenta de esto y la situación comience a revertirse o al menos comiencen a ser escuchados organismos que son tenidos en cuenta para otras circunstancias. La UNESCO suele ser noticia, pero no es noticia que haya designado a Buenos Aires la capital del teatro hispanoparlante. ¿De quién será la responsabilidad de que esto ocurra? ¿De los directores de los medios? ¿De los periodistas? ¿De los críticos? ¿De los artistas? ¿Del lector o del público? Tal vez todos estemos involucrados en la pauperización cultural en la que estamos luego de una década de devastación de valores. Pero la gran pregunta sigue en pié: ¿algo de todo ello habrá comenzado a cambiar?
Tal vez sí. Tal vez lo esté haciendo. De allí el título que nos reúne y agrupa aquí y ahora. Una crítica deseante es una crítica que desee al teatro, que desee a los artistas, que desee al público y al lector. Una crítica producida desde el deseo (en tanto motor, en tanto máquina) es una crítica que avanza (con poco de cordura y mucho de necedad) hacia su objeto. Que lo acorrala, lo arrincona, lo desnuda, lo penetra, mientras se deja acorralar, arrinconar, desnudar, penetrar. Una erótica de la crítica, podría decir Barthes. Porque si leer es desear el texto, criticarlo podría llegar a ser gozarlo. Una crítica orgásmica, hedonista. Una crítica que invite al orgasmo y al hedonismo. Tal vez allí encontremos algo de su fuerza perdida. Tal vez allí, sin esa máscara culturosa que la opaca, encontremos algo de su sensualidad latiendo para asomar, finalmente, a una escritura procesal e infinita.
jueves, 24 de julio de 2008
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1 comentario:
Sr. Federico Irazabal:
BURMANDUBCOVSKY
Cine
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